Ese mar para Bolivia


Cielo líquido

17 de febrero del 2015

El sueño del mar ya es un sueño eterno. En viejos mapas los ojos avidos son fogatas divisando esas aguas de Bolivia arrebatadas por las armas. Esa condición costera que narraron desde Julio Verne a Pedro Lemebel. Arenas, espumas, islotes. Desde 1879, sonidos secretos para generaciones de bolivianos.

El francés Julio Verne (1828-1905), escritor de la magia y la anticipación, publicó por entregas en la Revista de Ilustración y Recreo la novela Un capitán de quince años. Fue entre el 1 de enero y el 15 de diciembre de 1878. En noviembre de ese mismo año, en volumen doble fue editado para su venta. El joven Dick Sand, ante una tragedia en el buque Pilgrim que lo llevaba hacia Valparaiso, en el centro de Chile, debe asumir la capitanía y llevarlo a destino. En el camino termina varado en un territorio desconocido. Cuando consulta donde está, recibe esta respuesta: “–No, amigo mío, no un poco más al sur, habéis encallado en la costa de Bolivia. –¡Ah!– dijo Dick Sand. –Y estáis en la parte meridional de Bolivia que confina con Chile.” Estaba en el paralelo 25°.

Una mirada por las Constituciones Políticas de Chile luego de su independencia muestran un reconocimento tácito de los límites que en ese entonces tenía con Bolivia. Y el confín norte era el desierto de Atacama. En la Carta Magna de 1822 se crean los departamentos, distritos y cabildos, derogándose el sistema de intendencias. El Libro del Mar -editado por la Dirección Estratégica de Reivindicación Marítima (Diremar), del Minsiterio de Relaciones Exteriores del Estado Plurinacional de Bolivia- señala que “la condición costera del territorio de Bolivia y su soberanía marítima no fue cuestionada por Chile” y pone como ejemplo las Constituciones de 1822, 1823, 1828 y 1833. “La soberanía marítima de Bolivia fue reconocida en diversos instrumentos internacionales, entre los cuales se destaca el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1833 suscrito con Chile”, agrega la publicación.

En las décadas siguientes las relaciones entre ambos países se tensaron. El Litoral boliviano ardía de riquezas fertilizantes que tenían el dón de rejuvencer las seca tierras de Europa. El guano y el salitre. Los capitales británicos fueron los encargados de la explotación de esos tesoros. Chile no quería quedarse fuera del fabuloso negocio. La disputa territorial se mecía peligrosamente hacia el climax. Dos tratados se firmaron (1866 y 1874), el primero de ellos “fijaba la frontera en el paralelo 24° y establecía la explotación de guano, metales y minerales comprendida entre el paralelo 23° y 25° sería mancomunada”, se explica en Libro del Mar. El segundo tratado confirma la frontera establecida en el pacto anterior “y los derechos de explotación de Chile hasta el paralelo 23°”.

En 1877, tragedias naturales asolaron las costas bolivianas. Un terremoto de 8,8 grados en la escala de Ritcher seguido de un maremoto dejó su tendal de horror y fiebre furiosa. Esa telaraña de daño fue la que azuzó la compañía anglo-chilena Salitres y Ferrocarril de Antofagasta para la invasión de puño de hierro. La excusa de la moneda de 10 centavos. Como señala el historiador boliviano Mariano Batista Gumucio: “(El) puente por el que el país vecino avanzó sobre el desierto de Atacama y, con el pretexto de que el gobierno de (Hilarión) Daza resolvió imponer un impuesto de 10 centavos por cada quintal de salitre ocupó militarmente Antofagasta”. Fue un 14 de febrero de 1879. Ocuparon todo el Departamento Litorial boliviano (120 mil kilómetros cuadrados de territorio y 400 kilómetros de costa) y las provincias peruanas de Tarapacá, Tacna y Arica. Chilé venció. Después cuento conocido: traiciones, olvidos, entreguismo. Pasaron 136 años, idas y vueltas, diplomacia, promesas incumplidas y palabras huecas y Bolivia no recuperó ni un metro cuadrado de su mar. Oidos sordos al otro lado de la cordillera, gobiernos débiles y sumisos a este lado. Hoy eso cambió, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya tiene en su poder la presentación de la Memoria Histórica que entregó el Estado boliviano y que en los próximos años tendrá respuesta. Chile acusó el golpe de la inicativa de Bolivia y su presidente Evo Morales. Un estrategia activa, transparente y muy trabajada puso en alerta al país vecino. El tiempo dirá si la bella Canción para un niño boliviano que nunca vio la mar (2004), del poeta Pedro Lemebel será realidad algún día. Como escribió en este canto de solidaridad: “Pequeño niño boliviano, te puedo contar cómo conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizá me pertenece de esta larga culebra oceánica”.

Evo Morales prometió que el mar recuperado, que su oleaje mágico será para los pueblos y no para las empresas. Por eso subrayo uno de esos párrados mordaces de este poeta que nació en el barro y supo retratar a puro ardor los bordes de la vida, a los caídos, los olvidados, los huidos, los que no cuentan ni podrán contar. “Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso, al escuchar el verso neopatriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuando hablan del mar ganado por las armas. Sobre todo al oír la soberbia presidencial descalificando el sueño playero de un niño. Pero los presidentes pasan como las olas, y el dios de las aguas seguirá esperando en su eternidad tu mirada de llocalla triste para iluminarla un día con su relámpago azul”, les escupió irreverente Medebel.

Ese cielo líquido.

 

Posdata:

Canción para un niño boliviano que nunca vio el mar. En Adiós mariquita linda, de Pedro Lemebel, 2004.

Y cómo te lo digo y con qué humedad de letras te lo cuento, chiquito llocalla, pelusita paceño que nunca estuvo frente al estruendo salado de la planicie oceánica. Cómo hacertelo ver, niñita imilla, en estas letras, si nunca fuiste testigo de esa música y sus olas crespas chasconeando el concierto de la bella mar. Cómo te lo digo, niño boliviano, cómo alargo la palabra m-a-r, y que ahorita zumbe en tus oídos como mil abejas moluscas, como millones de susurros que salpican tu carita aymara con su aliento materno-mar-tierno-mari-maternal. Ésta es una carta dirigida a tus ojitos oblicuos que de mil maneras intentan imaginar ese gran charco azul que no es como te lo cuenta la profesora en el colegio describiendo la parte más extensa del Titicaca, esa zona donde el cielo se recuesta sobre las aguas verde musgo, donde no hay cerros, y el horizonte desaparece en esa lama esmeralda que, de alguna manera, también semeja un ojo de mar. Tampoco es similar a esa caricatura Disney que te muestran en la escuela boliviana, con peces de colores saltando por todos lados, con bañistas y quitasoles eternamente en vacaciones de verano, con arenas doradas y olas turquesas en un exceso de pedagógica idealización. Cómo te lo explico, chiquito llocalla, mejor te cuento mi experiencia de niño cuando por primera vez me encontré con el milagro marino. Vivía con mi familia en Santiago, y como niño pobre tuve la experiencia recién a los cinco años. En mi población se organizaban paseos a la playa por el día en enero o febrero, íbamos en micros que contrataba la Junta de Vecinos o el Club Deportivo y cada familia se preparaba días antes para el acontecimiento. Recuerdo que la noche anterior los niños no dormíamos, exitados por las expectativas del paseo. Mi madre en la cocina preparaba un pollo, hervía huevos duros, y zurcía los trajes de baño pasados de moda, desteñidos, con los elásticos sueltos por el uso familiar. Salíamos de madrugada en la micro vieja que siempre quedaba en pana en mitad del viaje. Y allí en la carretera eran horas que debíamos esperar al chofer que solucionara el desperfecto. Casi al mediodía recién cruzábamos la cordillera de la C osta, y entonces, antes de verlo, el mar nos llegaba en la brisa fresca y en ese olor a yodo que anunciaba la salada presencia. Y en un recodo, al doblar una curva, el dios de las aguas nos anegaba los ojos con su azulada inmensidad. Era tan fuerte la impresión, que no podía compararse con mil lagos ni con mil ríos ni siquiera con las cataratas de la inundación invernal. Hasta ese momento, nunca antes experimenté esa conmoción de inquieta eternidad, solamente la visión del cielo podía asemejarse a ese momento. Era como tener el cielo derramado a mis infantiles pies. Era como ver al cielo al revés, un cielo vivo, bramando, aullando ecos de bestias submarinas. Un cielo líquido que se extendía como una sábana espumosa más allá, infinitamente lejos, hasta donde mis ojillos de niño pobre no podían llegar. El resto del día playero transcurría como una película vertiginosa; todo era correr, jugar, hacer castillos que desmoronaba la marea, mojarse el poto en el agua como témpano, comer pollo masticando arena, quemarse como jaibas para demostrar que fuimos a la costa. Todo era así, rápido como película de Chaplín y luego, cansados de tanto güeviar, regresábamos en la misma micro escuchando los quejidos de insolación que emitían los curados dormidos a pleno sol. En realidad, ese paseo poblacional era una tortura, un día agitado de maratónica playa. Aun así, pequeño niño boliviano, te puedo contar cómo conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizá me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso, al escuchar el verso neopatriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuando hablan del mar ganado por las armas. Sobre todo al oír la soberbia presidencial descalificando el sueño playero de un niño. Pero los presidentes pasan como las olas, y el dios de las aguas seguirá esperando en su eternidad tu mirada de llocalla triste para iluminarla un día con su relámpago azul.

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